lunes, 29 de febrero de 2016

Sobre el amor, sencillamente (Impromptu n.º 3)


También Dios tiene su infierno: es su amor a los hombres.

Friedrich W. Nietzsche (Así habló Zaratustra)


La Gioconda, una de las miradas más amorosas
(o de más "buen rollo") de la Historia del Arte
(gracias, Wikipedia)


Es sabido que la palabra amor ha sido especialmente manoseada (elijo muy conscientemente el participio) por las más diversas religiosidades o espiritualidades. Pero dejando aparte las soberbias contradicciones de las religiones, empero hay que reconocer que han sido los grandes espiritualistas quienes han reseñado con mayor fuerza y valentía la importancia del amor. Independientemente de que, a posteriori, los discípulos de aquellos luminosos sabios hicieran de las capas de sus maestros lamentables sayos. Eso es inevitable, por lo que se ve.

En todo caso, considero que uno de los mayores errores de los espiritualistas ha sido, a veces, tratar el tema del amor con una afectación y una grandilocuencia un tanto impropias del fenómeno. A mi humilde juicio, hablar demasiado trascendentalmente” -de lo que sea- no contribuye más que a oscurecer la sencilla esencia de las cosas. Al respecto, les traigo la siguiente cita, que releí en cierto libro que ya daba por perdido (qué gran alegría recuperar los libros prestados hace mucho a los 
Le printemps, de Pierre Auguste Cot,
una representación más clásica del amor
amigos), es una mención sobre el amor que yo valoro por su ejemplar simplicidad, esta es: “Amor es una bella palabra, debemos restablecer su significado. La palabra “maitri” [término sánscrito que suele traducirse por amor] tiene sus raíces en la palabra mitra, que significa amigo. En el budismo, el principal significado de amor es el de amistad”. (El corazón de las enseñanzas de Buda. Thich Nhat Hanh). 


Conviene aclarar además que el vocablo maitri (metta, en pali), aparte de ser equivalente a la palabra amor, también conlleva las connotaciones de amabilidad cariñosa, simpatía, buena voluntad, interés por los demás. A tenor de lo dicho, el amor sería, pues, algo no necesariamente espectacular. Ni tampoco obligatoriamente melodramático. Si me permiten decirlo en forma un tanto arrabalera, el amor sería el buen rollo (así nos entendemos todos) que, sin forzarlo para nada, naturalmente se establece al reencontrarnos, por ejemplo, con los viejos amigos. Si eso les parece insuficiente, en todo caso es seguro que el amor, más que esperar recibir, es dar. No dar más dolores de cabeza todavía, sino dar por lo menos alegría, dar vida, de una u otra manera, a los demás. Así que déjense de tantas exigencias, o dígase vanas trascendencias, y hasta donde puedan, consideren las cosas lo más llanamente posible, sin ir más lejos: el amor es algo tan sencillo como prestarle un buen libro a un amigo, a sabiendas de lo extremadamente olvidadizo que puede llegar a ser el tal querido camarada.

Ya les digo, rescatar o restablecer la sencillez es la más lúcida Navaja de Ockham de la cual pueda disponer la humanidad. Ojalá estimara conveniente aplicársela a ella misma.


Ramón García Durán © 2016



Otro clásico... sencillamente inolvidable.


sábado, 6 de febrero de 2016

Tiempo de carnaval


“¿Qué puede hacer uno? Mire, y sea sencillo”.

Jiddu Krishnamurti (Comentarios sobre el Vivir)


Le bal masqué, de Albert Lynch

El carnaval es el tiempo de las máscaras, de los disfraces, de la bufa exhibición de las meras apariencias. Tiempo, pues, de la más alegre intrascendencia. Y sin embargo, el carnaval no deja de ser sabio. Es la paradoja de esta fiesta, a la vez el carnaval es época de las mayores falsedades, y a la par es la ocasión para la más acertada crítica del mismo fingimiento. Comparto con ustedes este ramillete de improvisadas notas, de pequeñas meditaciones sintónicas, de una u otra manera, con el tiempo que vivimos, con este tiempo de carnaval:


Una vez esfumados los síntomas (los síntomas neuróticos o psicológicos pueden perfectamente llegar a caer, aunque a usted le parezca mentira), entonces ya solo nos queda permitirnos derrocar nuestra última y peor afección psíquica, nuestra postrera rémora, esta es: nuestra personalidad, nuestro carácter, nuestra propia “identidad” o “Yo”. Por mucho que le suene a locura, es precisamente lo contrario: no existe mayor fuente de cordura (para uno mismo, y por ende para el mundo en que vivimos) que el darse cuenta de en qué consiste ese integral disfraz imaginario, ese huevo narcisista al que llamamos “Yo”. Del cual a todos nos cuesta tanto salir. Esa es la gran paradoja del “Yo”: en un primer momento, en nuestra infancia y adolescencia, la constitución de una identidad (a la cual agarrarnos) es tan imprescindible que sin ella andaríamos todos locos; pero después, cualquier ser humano tiene el derecho a percatarse de que su mayor locura, la que más estragos produce, es precisamente su egoísmo. O dígase su más indiscutido, y por tanto nunca revisado egocentrismo.


Todos sabemos que la mente humana es muy tendente a dejarse cegar por la fascinación (es debido a que la mente del Homo sapiens es muy sensual, entrañablemente sexual incluso, supongo que eso también lo sabemos todos). Lo cual nos brinda una lección de vida harto práctica: no se apresure a desdeñar al otro por su apariencia, por el poco impacto que le produzca su presencia, por el hecho de que no lleve zapatos caros, por no ser famoso o ni siquiera inteligente, por no saber idiomas, o incluso por ser un decidido garrulo, un inculto de muchísimo cuidado. Por el contrario, sea usted sabio. Esto es, permítase escuchar a los demás, a cualquiera. Esa ha sido por lo menos mi experiencia, más de una vez lo he comprobado: incluso el más aparentemente lerdo, el más supuestamente bendito de la Tierra es capaz, para nuestra sorpresa, de decir inesperadamente algo que nos desarme, que nos ilumine, por así decirlo, de por vida. Si usted está atento, también podría constatarlo: de cualquier persona, sin excepción, puede emerger, visto y no visto, el adormilado Buda que habita por defecto en el fondo del alma de cualquiera.


Sí existe, efectivamente, una trascendencia que concierne al ser humano. Pero curiosamente, esta empieza a desvaírse, a malentenderse en el mismo momento en que escribimos la palabra “Trascendencia” con mayúscula. Las mayúsculas son a la trascendencia humana lo mismo que, a la persona sensata, puedan ser las medallas militares. O sea cosas completamente superfluas, adornos carnavalescos que solo sirven para alardear. Al respecto, dicen los santones que, cuando nuestra mente se serena y se acalla, entonces puede emerger la intuición de lo Imperecedero, de lo Absoluto. Pero ya lo ven, ¡otra vez con las mayúsculas! Por eso, si bien la cosa va por ahí, yo prefiero decirlo a mi manera: en los raros momentos en que nuestra mente se olvida de ella misma, en los que el pensamiento completamente hace mutis por el foro, entonces puede observarse la realidad en su más pacífica y desarmadora sencillez, exenta de las compulsivas y barrocas categorizaciones a las que nos somete, bien sufridamente, ese ingenuo mecanismo de supervivencia que es la mente del Homo sapiens. Observar más allá de nuestra mente de simio, siquiera por un momento, por un instante de tiempo detenido. Esa podría ser la humilde, pero a la vez sorprendentemente relevante trascendencia humana.


De todas formas, si más allá de las ataduras de su mente, a usted no le ha visitado todavía una apercepción trascendente de la realidad, no se preocupe en lo más mínimo. Basta con que intente ser buena persona. En los raros momentos en que lo consiga, bien mirado, usted deviene el ser humano más trascendente que pueda haber sobre el planeta.


Si está usted en una situación límite, si está desesperado, entonces espere un poco. Pues considere que solo aquel que llega al límite puede trascender, puede ir más allá de la frontera. Solo aquel o aquella que, más allá de las apariencias, ha tocado fondo, tiene la oportunidad de ver el trasfondo de la mente humana. Esto es: la más sencilla consciencia, aquella a la cual, precisamente debido a su simpleza, no le alcanza la desesperación. Quien por la fuerza de los hechos (o sea por haber llegado al límite) inesperadamente topa con su última consciencia, de pronto, inexplicablemente, cede. Su desesperación decae (no me hagan explicar ahora el porqué, el porqué es lo menos importante, y ni siquiera lo sé del todo). Y en ese momento, se inicia el duelo. El duelo, o la despedida que indefectiblemente da paso a la paz. Espere un poco y lo verá. Vale la pena.


Ahora que estamos en tiempo de carnaval, me atrevo a proponerle que se disfrace usted de extraterrestre. Quiero decir que le sugiero el siguiente experimento: juegue a ver las cosas, la Tierra y la humanidad, desde el punto de vista de un extraterrestre. Me refiero por supuesto a un extraterrestre “bueno”, digamos tipo E.T. Se trataría, pues, del punto de vista, o de la consciencia propia de un ser sumamente evolucionado, como suele decirse; pero no solo en lo tecnológico, sino asimismo al respecto del más sincero conocimiento de sí mismo; se trataría, por tanto, de la percepción propia de un individuo exento de arrogancia, o sea en el mejor sentido inteligente, sensible, empático. A partir de ahí, desde esa mirada, ¿cómo vería usted el mundo en que vivimos? Sin duda esa juiciosa criatura, por mucho que sea de ciencia ficción, observaría con consternación la inconsciente alienación, la torpe locura en la que, sin saberlo, se debate nuestra especie. Vería claramente, para su pasmo, el absurdo esfuerzo que los hombres dedican a levantar muros y fronteras, en vez de ponerse codo con codo a regalarse decididamente unas sociedades y un sistema de organización a partir de los cuales poder vivir todos en paz, tranquila y sencillamente. Y asimismo observaría, asombrado, esa incoercible compulsión nuestra a reeditar, cada tantos años, la guerra, incluso las guerras mundiales. Y entre otras muchas cosas, sobre todo se daría cuenta, apesadumbrado, del ridículo empecinamiento del Homo sapiens en no salir de su esclavitud, en no zafarse del sometimiento a los poderosos, sí, pero también en no desprenderse de la tiranía que, en última instancia, proviene de su íntimo software psíquico, aquel instalado en lo más profundo de su mente. Al final, posiblemente tal noble extraterrestre nos dedicaría su más conmiserativa sonrisa; la misma que en nosotros aparece, por ejemplo, al ver como ora se buscan apasionadamente, y otrora se ladran entre ellos los perritos en el pipicán. Conste que hablo medio en broma (es tiempo bufo, de carnaval), pero a la vez lo digo en serio: quizás no sea esta exactamente la mirada de un Buda, o de Brahman. Mas no obstante, me pregunto si no es ya suficiente, o no del todo desdeñable este humilde a modo de “iluminación”.


Ramón García Durán © 2016